
Mi cuadro clínico, en dos palabras.
Por la noche, cuando pienso en las miles de erratas que pueblan los libros de mi biblioteca, ya no me vuelvo a dormir. Cuando el síntoma —ya neurótico de por sí— se agudiza, tengo que recurrir a un método igualmente neurótico para dormirme: escuchar las entrevistas de Sergio Zavoli con antiguos militantes de las Brigadas Rojas, hasta que caigo rendido.
Ah, también colecciono autobiografías de ciegos. Y memorias de jueces. Un juez ciego sería ideal.
¿Qué más? Colecciono portadas de libros extravagantes. Una vez, cuando era niño, obligué a mi abuela a comprar una edición clandestina y sórdida del Mein Kampf en un tenderete, haciéndole pasar el peor momento de su vida. A veces regalo libros, pasando por una persona generosa, pero los que me conocen bien saben que lo hago por miedo a que me pidan prestado mi ejemplar, con todas mis anotaciones a lápiz. Aún no he contraído el Finnegans wake, que es la más incurable de las bibliopatologías (ya hablaremos de ello), pero algunos amigos que han llegado a un estado avanzado de infección hacen lo posible por contagiarme. Por el momento dejo fuera otros síntomas, menos confesables.
La psicopatología de la vida intelectual es un campo aún envuelto en la sombra y la discreción, y es hora de recoger datos para un primer informe Kinsey sobre las perversiones culturales. De ahí la necesidad de una sección de cartas. Muchos de nosotros hacemos o vemos hacer cosas bastante extrañas con libros, películas, obras de arte, o nos comportamos de manera perturbadora en ocasiones como festivales, premios, presentaciones, que son en sí mismos un hervidero de patógenos de diversa gravedad.
Están los olfateadores de papel, que son un poco como abrazadores de árboles con el agravante de necrofilia; están los que disimulan en sus estanterías los manuales de autoayuda, tratados de ufología, libros de presentadores de televisión; están los que usan las novelas de autores detestados para estabilizar mesas temblorosas (yo uso a Erri De Luca y Amélie Nothomb, pero sólo porque tienen la profundidad ideal) o para escenificar prácticas eróticas surrealistas, y no me pregunten nada más porque estoy sujeto al secreto del confesionario; hay quienes no pueden resistir el atractivo sexual de los bibliotecarios o bibliotecarias; quienes tienen la oscura compulsión de ver mil veces películas que consideran horribles; quienes idean pequeños rituales neuróticos de lectura o escritura; quienes escriben libros siguiendo un cifrado idiosincrásico; quienes elaboran ingeniosas teorías de la conspiración en torno a un libro o un conjunto de libros sin conexión aparente entre sí, misteriosamente perdidos durante una mudanza.
Freud no prestó mucha atención a estas cosas, si excluimos algunas observaciones en la Psicopatología de la vida cotidiana, donde informa sobre el caso de un libro donado, perdido y encontrado (y donde obviamente habla mucho sobre lapsus de lectura). Por otra parte, en Curar neuróticos con el autoanálisis (un libro que le di a mi madre en 1987 para no tener que prestárselo), el decano del psicoanálisis italiano, Cesare Musatti, que por aquel entonces tenía noventa años, contó el primer sueño que tuvo que interpretar cuando era un joven estudiante. Era su sueño bibliopatológico:
Tenía una cuenta abierta en una librería, y la pagaba periódicamente. Sin embargo, como la paga mensual que me daba mi padre no era suficiente para este gasto extra, cada vez tenía que pedirle una suma adicional. Cuando era ya demasiado elevada, me sentí avergonzado.
Su maestro propuso interpretar el sueño como una expresión del deseo inconsciente de Musatti de engañar al librero. Tal vez incluso le dio el soplo al librero, como precaución. Yo prometo no hacer un mal uso de las confesiones que me dirijan, firmadas o anónimas.
Aquí está la primera carta que he recibido de un amigo que sé que sufre de serias bibliopatologías.
* * *
Querido doctor,
Mi problema seguramente sea común en muchas otras personas (las estadísticas lo corroboran): no sólo compro más libros de los que puedo leer, sino que tengo el desagradable hábito de saltar de uno a otro persiguiendo fugaces movimientos de entusiasmo, encontrándome así con un enorme cúmulo de deudas y leyendo la mitad de los libros. Después de años de esta práctica he llegado a la conclusión de que no puede haber nada realmente importante después de las primeras cien páginas de un libro. Es más, siempre espero que el autor haya hecho todo lo posible por condensar la sustancia de su trabajo en el íncipit, limitándose en las páginas sucesivas a volver a formular lo ya escrito y llevarlo a sus conclusiones lógicas. Doctor, ¿cree que esto me convierte en un lector superficial? ¿Es posible crearse una cultura sólida limitándose a esta muestra del canon occidental? ¿O realmente existe un saber más profundo, ignoto para mí, en las últimas doscientas páginas de los libros de mi biblioteca?
—R. A., París
Querido R.,
para la patología de la acumulación salvaje me temo que no hay cura, y si por un casual existiese, la buscaría acumulando libros sobre la acumulación de libros. Pero lo que le atormenta, ya veo, es sobre todo su imposibilidad de concluirlos. Me da que las novelas negras no son para usted, porque allí, normalmente, en las últimas doscientas páginas te sueles topar con algo importante: hay quien ha tenido que perseguir un tren para comunicar el nombre del asesino de El albaricoque envenenado.
Pero imagino que se refiere fundamentalmente a los libros de ensayo. Bueno: no sólo no es usted un lector superficial, sino que me atrevo a decir que es un lector ilustrado. En primer lugar porque hay una parte (no pequeña) de la literatura académica que funciona según la ley de la expansión de los gases: al elegir un formato (la monografía) por razones más o menos competitivas, se consigue que una buena idea para, a lo sumo, un paper de quince páginas, llegue a colmarlo en su totalidad, por rarefacción progresiva. Pero cabe aplicar esto a muchos otros géneros. Quien haya leído cien páginas puede decir, con raras excepciones, que ha leído un libro; a veces bastan cincuenta páginas; a veces basta la contraportada; a veces la nota de prensa; a veces el título (ejemplo: Medio kilo de amor, gracias); a veces basta con contemplar la foto del autor en la librería.
Pruebe a pensar en cada libro como un largo monólogo transcrito, y pregúntese si aceptaría estar, digamos, diez horas al teléfono con Zygmunt Bauman. Ahí está, en el momento en que se apodere de usted la impaciencia y empiece a decirse a sí mismo, «Vale, vale, ya he pillado el concepto, todo se ha vuelto líquido, vale Zygmunt, lo que tú digas», es señal de que tiene que colgar, con toda la gracia y la diplomacia de la que sea capaz. Por ejemplo: «Lo siento, tengo los espaguetis al fuego, no quiero que también se vuelvan líquidos», o «Tengo a Žižek en la otra línea, me está llamando desde Eslovenia y es conferencia, así que nada, ya hablamos otro día».
Guido Vitiello, escritor y profesor en la Universidad de la Sapienza (Roma), desde 2016 atiende en su consulta de Bibliopatólogo a todo tipo de bibliófilos, bibliófagos y lletraferits.
(Artículo aparecido en L’Internazionale el 22 de junio de 2016)